En esta ocasión aprovecho mi
espacio para hacer referencia a uno de los actores que pocas veces es objeto de
críticas y que, me parece, es el más importante y ese es el pueblo mismo. Fácil
es criticar al gobierno, a la iglesia, a los empresarios e, incluso, a la
prensa misma. Pero lo que exige un esfuerzo mucho mayor es la crítica al
respetable, al auditorio, a aquellos a los que usualmente tenemos como oyentes
o como lectores. Sin embargo, resulta necesario hacer una reflexión en torno a
las voces que, cada vez más seguido y no siempre desde el anonimato, expresan
su aprobación a situaciones que involucran a servidores públicos (que, por
definición, son depositarios de eso que llamamos el bien común), situaciones en
las que no siempre se ajustan a lo que la ley establece, precisamente, para
garantizar ese bien común.
Sobre
todo a partir de la guerra contra el crimen organizado, en la que Calderón nos
dejó embarcados, es creciente el número de voces que comparten, por ejemplo,
aquella penosísima expresión de Montiel cuando era candidato a gobernar el
Estado de México, en el sentido de que “los derechos humanos son para los
humanos y no para las ratas”, categoría, ésta última, en la que mucha gente
suele ubicar a quienes son (presuntamente, dice la ley) delincuentes. Las
consecuencias de actuar conforme a ese “pensamiento” son, entre otras, la conducta
de gobernantes y policías al margen de la legalidad, convencidos de que para
tutelar el bien común, las leyes se han convertido en un estorbo,
particularmente aquellas que tienen que ver con la protección a los derechos
humanos.
El
fusilamiento de presuntos narcotraficantes en Tlatlaya por parte de miembros
del ejército, la constante denuncia acerca de la desaparición de civiles por
parte de fuerzas policiacas y el reciente ajusticiamiento de estudiantes
normalistas en el Estado de Guerrero impiden aceptar que vivimos en un régimen
de derecho y que, por el contrario, son justamente los derechos de la mayoría
de la población los que se atropellan cotidianamente con absoluta impunidad, al
menos hasta que periodistas u organismos extranjeros los denuncian.
Con
todo, el tipo de policía que hemos cultivado durante años, la separación de sociedad
civil y administración pública y la corrupción que ha puesto a nuestros
diferentes servicios de seguridad al servicio del crimen hacen que no nos
extrañe su conducta. Lo insólito, en todo caso, es que todavía quede algo de la
estructura del servicio público al margen del control criminal. Lo que me
parece más grave, y riesgoso, es que encima de que nuestros agentes del orden
vivan del desorden, haya quien les aplauda. Que ciudadanos, tan comunes como
Usted y como yo, muestren su beneplácito por las ejecuciones extrajudiciales
expresa la degradación que como sociedad estamos experimentando. El desprecio
por las leyes solamente puede conducir a la anticipación del Estado totalitario
que, según algunos, es la fase de dominio político que sigue en México y,
contra eso, es preciso reaccionar ya.
La
permanente aceptación, según las encuestas, del comportamiento de nuestras
fuerzas armadas y policiales, a pesar de sus excesos, solo puede leerse (por parte de autoridades
proclives al autoritarismo) como una exigencia de mano dura, una disposición de
la ciudadanía a trocar libertades por presuntas seguridades, sin darse cuenta
de que, en esa misma medida, está renunciando a la libertad que tan caro nos ha
costado conseguir. Conviene releer a Erich Fromm para que nos recuerde lo que
le pasó al pueblo alemán cuanto se dejó dominar por El miedo a la libertad, y a Hanna
Arendt para que nos vuelva a explicar que La Banalidad del mal consiste,
justamente, en que la arquitectura de nuestra sociedad obliga a que cualquier
subordinado haga del mal el cumplimiento de su obligación, lo que permite que
alguien con uniforme asesine simplemente “porque era su deber” o “porque estaba
recibiendo órdenes”.
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