miércoles, 26 de septiembre de 2012

A propósito de cárceles y fugas

Por Miguel Ángel Saucedo L. Un porcentaje creciente de la población mexicana vive en la cárcel. Concebidos como Centros de “Readaptación Social” los reclusorios mexicanos son una de las más gráficas expresiones de un modelo de desarrollo que se caracteriza por su carácter excluyente. Desde la adopción del modelo neoliberal, en la década de los 80’s, las posibilidades de empleo han ido a la baja, así como las condiciones de vida de los que tienen la “fortuna” de ser asalariados. El fracaso de tal modelo se hace evidente con el incesante incremento de los índices de desempleo así como de la precarización de las condiciones de trabajo y la tendencia a la desaparición de las prestaciones que antes acompañaban al salario. La incapacidad para generar nuevas fuentes de empleo y nuevos espacios escolares para los jóvenes está generando incrementos en los índices de delincuencia. Sin acceso a una plaza laboral o a un lugar en la escuela, los jóvenes se ven obligados a buscar refugio en las adicciones o en la delincuencia, ámbitos que se alimentan de la porción más fuerte y vigorosa de nuestra sociedad que son los jóvenes. Son ellos, que deberían estar estudiando o produciendo, los que pueblan las cárceles mexicanas, famosas por su capacidad para destruir moral y anímicamente a sus inquilinos, más que por su capacidad de “readaptación” De acuerdo con el periódico El Universal (20 de febrero de 2012) el número de motines registrados en los reclusorios mexicanos durante el año 2011 fue de 3,269 así como 922 disturbios que ocasionaron la muerte a 316 reclusos. Esto se debe en parte a la sobrepoblación que, según el mismo periódico, alcanzó en ese año un 22.7% aunque en 2010 era de casi el 30 por ciento. Estos fríos números son algo más que una abstracción. Implican que en una celda se encuentren hacinados más presos de los que pueden dormir en la misma, o que por lo menos puedan dormir en forma horizontal, aunque sea en el suelo de manera que hay cárceles en las que los reclusos duermen de pie, amarrados con sábanas a los barrotes de su celda. La creciente penalización de la vida en México tiene que ver con la forma en que el régimen panista que encabeza Calderón concibe a la sociedad. Para ellos sólo hay los buenos y los malos, y los primeros son aquellos se benefician de la desigualdad social o los que, aún siendo marginados, prefieren ver morir a sus hijos de hambre o de enfermedades curables antes que robar. Los malos son todos aquellos que violan la ley independientemente de que la política económica los haya confinado a los márgenes de la sociedad, ahí donde sólo es posible sobrevivir como integrante de la delincuencia organizada o no. En lugar de pensar en mecanismos de atención (social, productiva, psicológica) a todos aquellos que se incorporan a las filas del delito, el régimen panista sólo atina a perseguirlos, eliminarlos o recluirlos, situación que tomó por sorpresa al sistema penitenciario mexicano y que lo excede en cuanto a infraestructura para recibir a tantos nuevos inquilinos. Hasta la iglesia (http://www.proceso.com.mx/?p=299401) propone “el uso de equipos modernos y sofisticados de vigilancia y seguridad”, en lugar de hacer propuestas sobre métodos eficientes de readaptación de quienes delinquen. Asume esta institución la imposibilidad de la reinserción social pues considera a los 488 reclusorios del país como “universidades del crimen” en los que habitan 225 mil personas, casi un cuarto de millón de mexicanos que, en lugar de vivir una vida productiva y útil a los demás, viven la pesadilla de su paulatina degradación moral, sin más esperanza que la fuga o la adscripción a los cárteles que ahora no solo se adueñaron de las calles sino también de los reclusorios. El desprecio por la vida y la dignidad humanas se refleja en la noción que el gobierno tiene de la cárcel, simples depósitos de seres humanos de desecho por los que no vale la pena invertir en su rehabilitación.

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