Por Miguel Ángel
Saucedo L.
Pese a las
distintas medidas para contener la paulatina disminución del nivel de los
mantos freáticos, ésta continúa, lo cual se observa en el hecho de que hace
años podía obtenerse agua del subsuelo perforando a niveles prácticamente
superficiales y ahora hay que hacerlo hasta a 300 metros, profundidad en la que
se encuentran elementos nocivos para la salud, como el arsénico. La razón de
tal disminución en la disponibilidad de agua, ya se sabe, es la inmoderada
extracción del vital líquido combinada con escasas recargas. Tan simple como
que extraemos más agua que la que se filtra al subsuelo.
Una
de las múltiples razones del desequilibrio entre extracción y recarga es la
idea que se tiene de las innovaciones
tecnológicas. Convencidos de que hay “tecnologías ahorradoras de agua” se ha gastado dinero público y privado en el
diseño de todo un paquete tecnológico dirigido al ahorro, no solo de agua, sino
de otros insumos necesarios en la producción agrícola, primero de algodón y
ahora de forrajes. Y en efecto, la
competencia entre costos y beneficios ocasionó una producción algodonera
muy eficiente, tanto que se logró
convertir a la región en una de las más prósperas y, además, en una de las más
importantes proveedoras de divisas durante muchos años. La riqueza económica
del “boom algodonero” se explicaba, precisamente, por la constante innovación
de tecnologías que iban desde la “pavimentación” o revestimiento de los canales
de riego para evitar la filtración y la evaporación (términos que en la jerga
eficientista significaban “pérdidas”), hasta la aplicación de fertilizantes más
agresivos, que si bien incrementaban la producción en lo inmediato, a la larga terminaban
disminuyendo severamente la capacidad productiva el suelo. A ello se agregaba
el uso de semillas “mejoradas” con lo que se hizo al campesino dependiente de
la “tecnología de mejoramiento” y la incesante aplicación de los insecticidas
cuyos residuos siguen contaminando el suelo.
Los
“ahorros” así obtenidos, lejos de disminuir el consumo de agua en la
agricultura lo incentivaron. La razón es simple, se produce para obtener
ganancias y por lo tanto “ahorrar” agua es disponer de más posibilidades de
producir, es decir, de ganar dinero.
Cuando
la producción algodonera dejó de ser negocio, las inversiones cambiaron de
giro, quienes antes se dedicaban a producir algodón reorientaron su actividad
(con apoyo de políticas gubernamentales) a la producción lechera cuyo insumo
principal son los forrajes, principalmente alfalfa, que a su vez tienen como
insumo principal el agua. Y como en el caso del algodón, la competencia hizo
que paulatinamente se incorporaran mejoras tecnológicas para disminuir costos,
pero también los ahorros obtenidos terminaron por incentivar la ampliación de
la producción lechera y, por tanto, la producción forrajera.
Estaríamos
hablando de un negocio redondo excepto que, el acuífero regional es uno de los
más sobreexplotados y el uso que hemos hecho de la tecnología ha contribuido a
ello, justamente porque la racionalidad que domina el modelo agropecuario
lagunero es una racionalidad productivista, una manera de calcular la relación
entre insumos y utilidades en términos estrictamente monetarios y no de medio
ambiente, lo que impide ver que los costos son justamente de corte ambiental.
La relación entre mercado y naturaleza, mediada por la tecnología, nos ha
conducido a una situación en la que estamos cerca (si no hemos llegado ya) de un
punto de no-retorno en cuanto a degradación ambiental. Si algo nos ha enseñado
la tecnología es que por sí misma no resuelve los problemas, de hecho, a veces
los complica más. Todo depende de cual sea la racionalidad con la que se use y
para hablar de una racionalidad alternativa es necesaria la incorporación de
otros actores fundamentales como son el Estado y la sociedad organizada.
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