martes, 13 de agosto de 2013

Agua y tecnología


 
 
Por Miguel Ángel Saucedo L.
Pese a las distintas medidas para contener la paulatina disminución del nivel de los mantos freáticos, ésta continúa, lo cual se observa en el hecho de que hace años podía obtenerse agua del subsuelo perforando a niveles prácticamente superficiales y ahora hay que hacerlo hasta a 300 metros, profundidad en la que se encuentran elementos nocivos para la salud, como el arsénico. La razón de tal disminución en la disponibilidad de agua, ya se sabe, es la inmoderada extracción del vital líquido combinada con escasas recargas. Tan simple como que extraemos más agua que la que se filtra al subsuelo.
                Una de las múltiples razones del desequilibrio entre extracción y recarga es la idea que se tiene de las innovaciones  tecnológicas. Convencidos de que hay “tecnologías ahorradoras de agua”  se ha gastado dinero público y privado   en el diseño de todo un paquete tecnológico dirigido al ahorro, no solo de agua, sino de otros insumos necesarios en la producción agrícola, primero de algodón y ahora de forrajes. Y en efecto, la  competencia entre costos y beneficios ocasionó una producción algodonera muy  eficiente, tanto que se logró convertir a la región en una de las más prósperas y, además, en una de las más importantes proveedoras de divisas durante muchos años. La riqueza económica del “boom algodonero” se explicaba, precisamente, por la constante innovación de tecnologías que iban desde la “pavimentación” o revestimiento de los canales de riego para evitar la filtración y la evaporación (términos que en la jerga eficientista significaban “pérdidas”), hasta la aplicación de fertilizantes más agresivos, que si bien incrementaban la producción en lo inmediato, a la larga terminaban disminuyendo severamente la capacidad productiva el suelo. A ello se agregaba el uso de semillas “mejoradas” con lo que se hizo al campesino dependiente de la “tecnología de mejoramiento” y la incesante aplicación de los insecticidas cuyos residuos siguen contaminando el suelo.
                Los “ahorros” así obtenidos, lejos de disminuir el consumo de agua en la agricultura lo incentivaron. La razón es simple, se produce para obtener ganancias y por lo tanto “ahorrar” agua es disponer de más posibilidades de producir, es decir, de ganar dinero.
                Cuando la producción algodonera dejó de ser negocio, las inversiones cambiaron de giro, quienes antes se dedicaban a producir algodón reorientaron su actividad (con apoyo de políticas gubernamentales) a la producción lechera cuyo insumo principal son los forrajes, principalmente alfalfa, que a su vez tienen como insumo principal el agua. Y como en el caso del algodón, la competencia hizo que paulatinamente se incorporaran mejoras tecnológicas para disminuir costos, pero también los ahorros obtenidos terminaron por incentivar la ampliación de la producción lechera y, por tanto, la producción forrajera.
                Estaríamos hablando de un negocio redondo excepto que, el acuífero regional es uno de los más sobreexplotados y el uso que hemos hecho de la tecnología ha contribuido a ello, justamente porque la racionalidad que domina el modelo agropecuario lagunero es una racionalidad productivista, una manera de calcular la relación entre insumos y utilidades en términos estrictamente monetarios y no de medio ambiente, lo que impide ver que los costos son justamente de corte ambiental. La relación entre mercado y naturaleza, mediada por la tecnología, nos ha conducido a una situación en la que estamos cerca (si no hemos llegado ya) de un punto de no-retorno en cuanto a degradación ambiental. Si algo nos ha enseñado la tecnología es que por sí misma no resuelve los problemas, de hecho, a veces los complica más. Todo depende de cual sea la racionalidad con la que se use y para hablar de una racionalidad alternativa es necesaria la incorporación de otros actores fundamentales como son el Estado y la sociedad organizada.

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