jueves, 29 de mayo de 2008

Futbol y sociedad

En una sociedad, como la nuestra, una de cuyas características es precisamente la ausencia de identidad, los eventos masivos como el fútbol ofrecen oportunidades insuperables para asomarnos a eso que algunos llaman el “espíritu” de dicha sociedad. En realidad, lo que sería el espíritu lagunero (si es que algo así existe), no es tan diferente del espíritu del resto del país, por lo menos sería igual al de las otras poblaciones donde se juega fútbol de primera división. Los equipos están ubicados en ciudades medias y en la capital, es decir, ciudades con la suficiente población como para mantener esos negocios. Ciudades grandes, donde el anonimato es parte de la vida cotidiana, donde las relaciones sociales son cada vez mas impersonales, donde los lazos comunitarios, que caracterizan a las pequeñas poblaciones rurales, son cada ves mas precarios. Ciudades donde, para sobrevivir, hay que aislarse, individuarse, llegar al individualismo extremo que tiende a asfixiar las posibilidades de convivencia comunitaria. Ciudades donde, lo que queda de comunidad es la familia, y eso, la familia nuclear porque la familia ampliada (los tíos, los abuelos, los suegros) está cada ves mas dispersa en una ciudad que no detiene su crecimiento. Ciudades que condenan a sus habitantes a una vida cada vez más solitaria (aunque vivan acompañados), y en las que, por lo mismo, cada vez se hace más difícil construir una identidad. Las ciudades homogeneizan, estandarizan modos de ser, de vestir, de actuar, de carecer. En esas condiciones ¿cuál identidad?.

Ahí es donde aparece el evento masivo, como satisfactor artificial de algunas de esas necesidades, de esas carencias. Así, el uniforme deportivo provee la posibilidad de identificación con un equipo que simboliza el terruño, el espacio vital, el territorio donde nuestras costumbres y tradiciones no son extrañas ni folclóricas por que son nuestras. En Torreón, irle al Santos es ser lagunero, ser torreonense. Y ser torreonense es ser “guerrero” y, por tanto, triunfador. Por eso las empresas, sobre todo aquellas que necesitan limpiar su imagen, estampan su logotipo en el uniforme, para que los valores que se asignan al equipo se confundan con los de la empresa. De entre todos, el valor supremo es el éxito, el triunfo que excluye (solo hay un campeón, los demás son “perdedores”), valor característico del capitalismo que le permite esconder su carácter depredador.


Aunado al éxito, el otro valor socialmente elevado al rango cuasidivino es la belleza, pero la belleza estereotipada, artificial. Belleza que en las personas de las porristas, adornan los partidos de fútbol. Con un concepto de belleza peligrosamente cercano a la bulimia y a la anorexia, el fútbol se nos presenta, decíamos arriba, como un aparador, como una vitrina en la que se exhiben los “productos” que pueden satisfacer nuestras carencias. Piernas masculinas que simbolizan el éxito y piernas femeninas que simbolizan la belleza.

Así, desde pequeños vamos introyectando esos “valores” capitalistas hasta hacerlos nuestros, hasta asumirlos como si fueran universales e intemporales. Como si el éxito excluyente, el éxito “sobre” los otros y no “con” los otros fuese una característica de todas las sociedades en todos los tiempos. Como si la belleza consumible e inalcanzable fuera la aspiración de toda mujer y su posesión, una aspiración de todo hombre.

Por otra parte, está la violencia, esa pulsión o necesidad que el fútbol también nos permite desahogar con relativa impunidad y sin sentimientos de culpa. Con el boleto de entrada no solo tenemos derecho de impulsar a nuestro equipo con porras, gritos y cantos. Por el mismo precio, se adquiere el invaluable derecho a recordarle la progenitora, durante dos horas, al árbitro y al equipo contrario. Las incontables presiones derivadas de la creciente carestía de los alimentos, los nervios destrozados por las cotidianas balaceras entre policías y narcos, el estrés acumulado por soportar un gobierno tan espurio como ineficiente y corrupto, etc., etc., todo eso y más se puede desahogar con las sonoras mentadas al árbitro del encuentro. Y si eso no basta, pues entonces ahí están los porristas rivales. Un certero botellazo, un descalabrado con un pedazo de hielo como proyectil y quizá, una batalla campal, proporcionan al fanático un desahogo que le permitirá continuar con una vida que, en el capitalismo, es de por sí cotidianamente violenta y sin esperanza. Todo eso con impunidad y sin sentimiento de culpa.

Por todo eso y por mucho mas ¡Arriba el Santos¡


Hoy es el juego de ida.

viernes, 2 de mayo de 2008

¿El fin del mundo?













¿El fin del mundo?









Para quienes vivimos en esta ciudad no son extrañas las tolvaneras o tormentas de tierra que la caracterizan. Sin embargo, algunas veces los eventos climáticos se salen de lo usual y nos ofrecen espectáculos que lo mismo nos maravillan que nos aterrorizan. Es el caso de la tromba que azotó nuestra ciudad el pasado 27 de abril, cuando alrededor de las 17:00 horas, momento en que sufríamos/disfrutábamos un luminoso/caluroso domingo y de pronto, el sol desapareció tras una densa cortina de polvo para dar paso a una oscuridad que apenas permitía observar los efectos que las furiosa ráfagas de viento provocaban al azotar árboles, postes, semáforos y anuncios espectaculares.

Tras varios e interminables minutos de una semi-oscuridad acompañada de violentos ramalazos de árboles y objetos diversos arrojados contra autos y casas, sobrevino un fenómeno tan sorprendente como la tormenta de tierra: el granizo. Una furioza andanada de pequeños (en algunas partes no eran tan pequeños) proyectiles de hielo, se desató sobre nuestra asustada ciudad y lastimó lo mismo bienes materiales que transeuntes que no lograron ponerse a salvo.

Si bien no hubo pérdidas humanas que lamentar si hubo cuantiosos daños materiales y, sobre todo, hubo mucha gente que tuvo la oportunidad de preguntarse si estaba viviendo su vida conforme a sus preceptos religiosos.

Un periódico local tituló su nota principal, la de 8 como dicen los periodistas, así: "Parecía el fin del mundo"