Por Miguel Ángel Saucedo L.
Lejos
de ser una idílica región en la que el agua se gestiona sin conflictos, La
Laguna es el producto de permanentes contradicciones entre los diferentes
grupos sociales que la conforman por la simple y sencilla razón de que dichos
grupos tienen una relación de acceso diferencial con respecto al líquido elemento. Una relación en la que lo
importante es la cercanía o lejanía social con el agua, una mayor o menor
posibilidad de usarla según el lugar que se ocupe en la jerarquía social. Esa
es la historia de la región, una historia de la que el río Nazas es una especie
de cicatriz que queda como recuerdo de viejos conflictos, aparentemente
superados.
Como
dice Bourdieu, un espacio social se construye según sea la vecindad social de cada agente social
respecto de las cosas (en este caso, el agua)[1]. Y
en la Región Lagunera, como en cualquier
otro lugar, la cercanía es diferencial, determinada siempre según la cantidad y
calidad de capital económico, político, cultural y simbólico con que cada uno
de los agentes cuente. Esto es importante precisarlo porque no basta con el
poderío económico o político para contar con el control de un recurso tan
fundamental para la vida como lo es el agua; se requiere, además, de la
complicidad pasiva de aquellos que se conforman con menores posibilidades de
acceso. Dicho en otras palabras, la concentración de derechos de agua es
posible porque las condiciones bajo las que se regula el acceso al recurso las
dicta el mercado, que es el mecanismo
socialmente aceptado para regular el derecho al agua.
Sí, la Comarca Lagunera es una región que hoy se
caracteriza por una situación de tensión entre los diferentes usos que el modelo
productivo regional demanda. Como dice Hernán Salas “la cultura hídrica de los
laguneros consiste, por una parte, en la tensión por la utilización industrial,
agropecuaria y doméstica del agua y, por otra, en la reveladora posibilidad de
llegar a acuerdos y consensos entre los usuarios del líquido.”[2] Y
aquí vale la pena tomar en cuenta que si la región existe como tal, es decir,
como unidad económica, social y cultural, es precisamente porque no solo ha
sido escenario de conflictos sino también de acuerdos y consensos. Eso no es
poca cosa, ahora que las disputas por el agua en otras regiones del país
amenazan con desbordarse por el lado de la violencia, conviene recordar que ya
hemos recorrido un largo trecho en la construcción de mecanismos de política
que posibilitan la solución civilizada de los conflictos que, por otra parte,
son inmanentes a todo tipo de sociedad.
Una nueva cultura del agua, transita, necesariamente, por
una cultura cívica, una cultura de participación en los asuntos públicos lo
cual exige, ciertamente, informarse pero también formarse en el ejercicio del
trato con los diferentes. La redefinición de los acuerdos institucionales para
regular el acceso al vital líquido, requiere hacer del conflicto una oportunidad
para la reestructuración del espacio social con los menores costos posibles.