jueves, 25 de septiembre de 2014

Las mujeres del alba


Las mujeres del alba

Por Miguel Ángel Saucedo L.

“Atacaron a los soldados”, exclamaban con preocupación. Yo sabía que la lucha era en el cuartel, que ahí tenía que ser. No saludé ni me detuve con nadie; yo iba concentrada en avanzar con mis cinco hijos. Cuando llegamos a la casa de mi cuñada, no me sorprendió verla afuera. La vi a los ojos y entendí lo que ocurría. “Temo que ahí estén mis hermanos Salomón y Salvador”, me dijo. “Claro que están”, pensé yo, pero nada respondí. “Tengo que esconderme, no tardarán en buscarnos”, le dije. Nos llevaron a la troje; estaba llena de maíz, aperos. Nos trajo algo de comida y un pequeño aparato de radio. “Tenía que ser así”, le comenté. “Los hombres piensan que son los únicos que viven y mueren”, respondió con miedo y con presentimiento. “Todos morimos”, le contesté. “Pero unos sufren más”, repitió. “Yo creo que sí, pero no importa ahora”, insistí. “Ellos se van al monte o se mueren, pero tú tienes que esconderte”. Tenía razón, pero había muchas cosas que hacer; no había tiempo para hablar.

            Lo anterior es un fragmento del excelente libro de Carlos Montemayor Las mujeres del alba, texto que recupera una de las facetas que pocas veces se recogen acerca de eventos tan dramáticamente importantes en la vida de una nación, como los movimientos armados. Y la faceta que recupera es la participación, o mejor dicho, el sufrimiento de quienes “no participan”, en este caso, las mujeres. El libro nos muestra como en un estado de polarización social no es posible la “no participación” y nos muestra ese lado de la realidad que permanece oscuro, a pesar de ser tan doloroso.

Por ejemplo, cuando se habla de la guerra contra el narcotráfico se habla de muertos, tanto ejecutados como de quienes pierden la vida en los enfrentamientos, y las cifras que dan cuenta de ello, de por si dolorosas, parecieran reducir el sufrimiento al de quienes mueren. Esas cifras no hablan de cuantos niños quedan huérfanos, tampoco mencionan a quienes se convierten en viudas y quedan, con todo y familia, en el peor de los desamparos. No muestran a quienes sufren la muerte de sus hijos ni la pérdida de los lazos comunales y vecinales que antes permitían acompañarse en el duelo y en la solidaridad para enfrentar la desgracia, lazos que ahora se sustituyen por el miedo y la desconfianza. No hablan de quienes se convierten en esposas, madres o hijas de quienes pasan a formar parte de la creciente población carcelaria, sujetos a la indignidad de vivir en espacios insuficientes para   albergarlos, a los constantes y permanentes abusos por parte de quienes controlan las prisiones.

Las mujeres del alba son las esposas, madres, hijas y hermanas  de hombres que, simplemente, un día se cansaron de soportar carencias y humillaciones y decidieron que arriesgar la vida bien valía la pena para iniciar, así, un proceso de transformación de las condiciones en las que  sus familias tendrían un poco de dignidad, algo de bienestar, un mejor futuro para sus hijos. Esa madrugada del 23 de Septiembre de 1965, el ataque al cuartel militar en Madera, Chihuahua, haría despertar a un país ubicado aún en el sueño del “milagro mexicano”, ese periodo de crecimiento sostenido que permitió que el crecimiento económico fuera superior al de la población, un “desarrollo” que, nos hicieron creer, era el desarrollo de todos.   

Las mujeres del alba nos recuerdan que los hombres no son “los únicos que viven y mueren”, algo que conviene tener presente en un país que sigue empecinado en la espiral de polarización que lleva ya varios años y que, lejos de disminuir, tiende a crecer.

Las mujeres del alba. Carlos Montemayor. Mondadori, 2010.